
Yo tenía libros y una calculadora llena de ochos verdes, yo tenía una profesora dulce de la España húmeda, yo tenía mapas del tesoro en los cajones, yo tenía a los dioses griegos peleando con mis indios de plástico, yo tenía a Mortadelo dándose golpes en el colodrillo, yo tenía un colegio con pasadizos para poetas y para baloncestistas. Yo empezaba a juntar libros que parecían cada uno un violín, libros de Verne y de Dumas, de Stevenson y de Delibes, una historia coloreada de Persia, el Cosmos de Carl Sagan que mi madre me compró quitándoselo de lo que había para comer, las aventuras de Guillermo o de Aquiles, aquella enciclopedia de lomos negros que llenaba todo el salón como un tren de vapor... Era cuando los libros no eran ceniza y los niños aún soñaban, cuando los gusanos de seda eran mandarines y las poesías todavía enamoraban a las niñas con comba y calcetines caídos y lápices enredados en el pelo, cuando quedaba tanto por saber que nos abrumaba y septiembre olía a árbol recién plantado en los textos de naturales o matemáticas. Pero ya los niños no tienen pájaros ni piratas, ni los jóvenes laúdes ni versos ni historia. Se han quedado ciegos y huérfanos de mundo y no leen ni entienden. Ahora, los evalúan con textos sobre cómo lavarse los dientes, y ni así.
Miro mis libros como restos de una Navidad pasada, envueltos en periódicos, escoltados por mis pipas, por mis granadas y herramientas masónicas, por mis antiguos premios como juegos de té. En estos libros están todos los grumetes que fui y todos los escritores que quiero ser, todo el mundo que me fue dado y todas las cometas que se me escaparon hacia el cielo. Pero siento como si alguien poderoso y salvaje, fuera, conspirara para quemarlos o enterrarlos: nuevos pedagogos, políticos obtusos, padres embrutecidos. Me siento viejo y monje, escribo acuciado por gigantes que agonizan a mi espalda. Todos estos libros que llevaban a túneles y a jardines, a estrellas y a utopías, parecen derrumbarse sobre sí mismos como una tapia podrida, aplastando a sus balleneros, a sus enamorados y a sus geómetras. Estos libros que crujen, este terciopelo de la inteligencia, esta pared que susurra... Estos libros aún me recuerdan, aún me dan abrigo y aún pueden guiar otras vidas antes de sucumbir. Apenas otro niño los oiga, apenas se aparten los necios burócratas o los expulsemos nosotros, al abordaje.
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