31 de diciembre de 2010

Los días persiguiéndose: Cerdos y ofensas (21/12/2010)

Sobre vacas, cerdos, guerras y brujas, hay que leer por supuesto a Marvin Harris, que armó con todo ello no sólo un título simpático, sino un libro coherente que además no es de humor ni de cocina, sino de antropología. El origen de los tabús puede parecer a veces oscuro, pero tirando del hilo se ve que los dioses participan menos en ellos que la economía, la higiene y hasta los malentendidos. Recuerdo que Bertrand Russell ponía como ejemplo de tabú chocante el rechazo de los pitagóricos a las habas (Diógenes Laercio también dejó constancia de su estupefacción al respecto), pero hasta para eso se han dado explicaciones, desde los simples gases hasta que su forma recuerda a los testículos. En el caso del cerdo, Harris concluye que, más allá de repugnancias materiales o simbólicas, su tabú proviene sobre todo de la necesidad de adaptación de ciertos pueblos a su clima y a los delicados ecosistemas de competencia entre los animales y el propio hombre. Pero todo resulta mucho más efectivo y levítico si unas recomendaciones sobre economía o salud se ponen en boca de unos dioses dedicados a mirar las pezuñas del ganado. A partir de ese momento, se convierten en asunto sagrado y cualquier explicación sobra: sólo quedan la norma y el rayo.

Ahora, en La Línea, una familia musulmana ha denunciado a un profesor por mencionar el jamón en una clase de geografía. Si dicen que los pitagóricos preferían morir antes que pisar un campo de habas, nos damos cuenta de que los musulmanes tampoco pueden soportar siquiera que se les miente a la bicha, o sea al cerdo, y hasta llaman a la policía (policía que, por cierto, acude e interroga al profesor). Pero no se trata de entender la charcutería de los dioses, cosa a la que yo renuncio, sino de cómo debe manejarse una ley civilizada en un Estado en el que la religión es una opinión, y cómo deben comportarse las religiones aceptando que son sólo una opinión. Sin embargo, nuestra ley es peligrosamente ambigua en este aspecto, de tal forma que el artículo 525 del Código Penal aún establece una pena de multa de ocho a doce meses por “ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa". Teniendo en cuenta lo fácilmente que la gente se “ofende” por estas cuestiones, aquí estaríamos multados casi todos si no fuera porque la jurisprudencia ha ido dejando claro que el ámbito de este artículo está limitado por ese otro derecho fundamental a la libertad de opinión y expresión. De todas formas, esto no está resuelto todavía clara ni satisfactoriamente en nuestra legislación, de ahí que nos encontremos con casos como éste, que puede acabar con un profesor en el calabozo como en aquel “juicio del mono” de Tennessee, el que retrató la célebre película La herencia del viento.

Entender que la religión es simplemente una opinión supone que tiene derecho a ser mantenida, practicada y divulgada sin discriminación, coacción ni violencia en contra. Pero, igualmente, implica que no se puede exigir que la mera existencia o manifestación de otra opinión diferente resulte una ofensa y menos un delito, porque estaría amparada por el mismo derecho. Ésta, me parece a mí, es la cuestión clave. Sin embargo, por alguna razón que se me escapa, la religión no se considera una opinión más. En este ridículo suceso de La Línea, ni siquiera se manifestaban opiniones, sino hechos científicos. Claro que los hechos son seguramente lo que más ofende a las religiones. A mí no me ofende que el cerdo sea jugoso o maldito para unos u otros. Que los dioses y los hombres se peleen por estas cosas, quizá sí. Pero no voy a poner una denuncia.

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