Ahora, en aquella fábrica de tabaco de Cádiz que desembocaba en el escalón de ese mar de los indianos, los cañones y las veletas, hace mucho que sólo se celebran exposiciones, se reúnen odontólogos, te hacen la manicura con eco o se inaugura una maqueta como un minigolf. Aquel ladrillo que aún está cociendo historia, como si hubiera gente emparedada que todavía araña y ahúma por dentro los muros, ya sólo espera autobuses o políticos. Y el monumento a la cigarrera, fuera, parece una infanta asesinada hace siglos por las palomas. Llamándose Altadis, no se puede trabajar en un barco de piedra, en una pipa de espuma de mar, en una catedral con chimeneas, sino que había que irse a las afueras y darle a la fábrica pinta de cárcel de hormigoneras. Desapareció el mito, esa hermandad como de bravas hilanderas, ese lugar de ovillar tabaco como para una eucaristía, y quedó un trabajo precario, dudoso, hecho por grúas más que por manos, que trajo más despidos y padres medio suicidas, hasta que ahora las multinacionales han decidido que Altadis se cierra o se vuela como un polvorín.
A Cádiz, a la Bahía, que sacó tanto hierro del mar, tanto sol de los espejos, tantos cálices del viento, ya no le va quedando nada. Tabacalera era ya más símbolo que factoría; como los Astilleros, cementerio de jirafas, poyete para las nubes, marco sin foto para unos barcos que se columpian en la ausencia, como recuerdos de mujeres que se nos fueron en aquel verano o aquella moto. Todo se fue derrumbando porque las pirámides ya no soportan estos siglos o porque las máquinas ganan a los héroes. La Bahía se ha ido parando como un corazón de viejo gigante o trasatlántico. Han querido montar aviones como grandes y complicadas bombas, aún buscan chapas que sostengan el cielo, nos hablan de empresas con nombre de luces cristalizadas, de electrónicas invisibles que soplan el mundo, pero luego todo estalla en papelillos, se hunde como un paquebote, mata a gente con la fiambrera en la mano, deja por el Campo del Sur sombras sentadas como cenizas de Hiroshima. Ya no sé de qué vive Cádiz, quizá sólo de lo que le dejan los fenicios que salen todavía por sus grifos.
Hoy no estoy por cabrearme, porque me he quedado mirando la Bahía como un plato vacío, como un nido volado, como una alacena robada, y sólo he sentido tristeza, ésa que sienten los pobres cuando se cae toda la sal sobre la comida. He mirado la Bahía, Cádiz con sus torres vigías, con sus sombreros de conchas, con su mesa puesta para el té de tres mil años, con sus pozos de historia y desventura, con su larga mano de emperatriz con anillos en el agua, y me puede la pena más que la rabia. Sabios bajo las farolas, oficiantes de la Plaza de las Flores, café y diario con ese sonido de desagüe y tranvía, descalzos de La Caleta como pescadores copleros, la risa pegada a la lágrima en el mismo cucurucho, el horizonte como el último velero que se hunde.
Las cigarreras no eran ni bandoleras ni sirenas, ni burladoras ni cíngaras; eran ese Cádiz vivo de gente y alboroques que parece que nunca volverá. No se van llevando fábricas, ni símbolos. Se van llevando a trozos la Bahía de verdad, como teja a teja. Y nos dejan ya no sin historia ni dinero, sino sin aire, sin barandilla, sin pie en el mar.
1 comentario:
Maravilloso artículo
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