Estuve hace unos días en el Palacio Ducal de Medina Sidonia, herboristería de la historia atrapada entre un parroquia fundada por una nieta de Guzmán el Bueno y una iglesia evangélica con su religión sin Vírgenes y sin muebles. Alrededor del archivo más importante de Europa han puesto una hospedería para guiris o para mosqueteros, con una cafetería como de hotel intercontinental, y se reúnen los culturetas del pueblo para hacer invocaciones, aquelarres y bibliofilia pecaminosa. Llegué invitado por el Aula Gerión, donde tengo buenos amigos, para asistir a la entrega de sus premios a la conservación del patrimonio. Cuando se destruyen las antiguas bodegas y casonas, cuando un urbanismo alicatador cambia por griferías los torreones con fantasmas, estos amigos, un poco románticos o un poco gerontólogos, aún quieren embalsamar la piedra junto con su historia. Entre la izquierda maquillada o posibilista había marquesas con abanico, algunos Orleans-Borbón que mandaban dar las gracias en el atril a sus hijos, secretarios o cocheros, gente que parecía que se había hecho bordar en el polito su escudo de armas y otros que se habían puesto en el pecho el nombre de un club de golf. Ahora la aristocracia se ha hecho conservacionista, compra los edificios que parecen teatros podridos para que no se caigan, para guardar sus baúles, sus loros y sus antepasados. Con los árboles como manos sobre todos ellos, habló la viuda o secretaria póstuma o duquesa consorte, que recordó a Luisa Isabel como todas las novias. Hubo discursos venecianos, se dieron los premios y muchos palos al Ayuntamiento. Luego tomamos manzanilla y patés bajo techos de madera y murciélagos mosquiteros, gordos como camaleones. El palacio parecía un nido en los Cárpatos y la duquesa no pasó las bandejas pero se la esperó un rato.
Coincidí pocas veces con la Duquesa Roja, en alguna cosa ateneísta, creo. Pero enseguida supe que tenía la inteligencia roedora, un hambre de flaca por los libros y un amor de madre con el vientre seco por la cultura y la historia. Era capaz de hacer una revolución con los vikingos igual que con los campesinos. En Sanlúcar la recuerdan valiente, buena y con jerseicillo. Guardó en su palacio, balcón con árboles y trenzas hacia el Guadalquivir, un galeón entero de legajos, vasijas y pólvora. Fue antiacadémica y contestataria. Dio tierras y cedió inmuebles a colonos o a músicos con frío. Así fue, aunque le hagan ahora biografías de mala madre o bujarrona. Sentí el otro día su presencia de guardiana de un tesoro, de monja muerta de los sin dios, de escribiente todavía empeñada en tachar las mentiras de la historia. Alrededor de ella, en su palacio, crecen aún las raíces del agua, de la curiosidad y del pasado. Creo que de vez en cuando sale para servir el té, un poco envenenado.
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