Cuba es la última fascinación de la izquierda. La URSS tenía el frío viril de todos los proletarios del mundo y a los generales y a los cosmonautas besándose en la boca, pero se hundió. No por la Virgen de Fátima ni por las ganas de democracia, sino por el colapso económico. Es romántico pensar que la libertad siempre termina abriéndose paso, pero lo que hizo que llegara la Perestroika fueron más los mercados desabastecidos, la siderurgia paralizada, la producción energética estancada. Algunos todavía dicen que el primer comunista fue Jesucristo, pero lo que hicieron los soviéticos, sobre millones de muertos escarchados, no fue evangélico sino sencillamente criminal. Aun así, los comunistas de aquí tenían a Moscú como La Meca. Nunca he entendido qué igualdad o justicia pueden construirse con el crimen y la ortodoxia obligatoria, pero el caso es que una izquierda necesitada de mitología sustituyó pronto aquellas torres coronadas de cebollas rojas por cabañas de barbudos con canana. El paraíso comunista se mudó a Cuba, cañaveral de su ideología. Pero el crimen (contra la vida y contra la libertad) era el mismo, con playas en vez de estepas.
En Cuba tiene todavía la izquierda mal asentada en este siglo su coctelería de tópicos y cielos, y el gobierno andaluz su póster y sus chanclas. Zarrías hace en Cuba un verano explorador o misionero, como cada año, uniendo una política de hamaca con el apoyo a una dictadura decadente, empecinada y nefasta. Zarrías hace postales con negritos y ciclistas pero sólo se escapa de una desidia a otra y de una gerontocracia a otra. No va a rescatar ahogados ni a hacer florecer los campos, sino a vacacionar con carga simbólica, la de una izquierda de aquí que se siente hermanada con la uniformidad gloriosa, con la cacharrería populachera, con la épica de los pobres, con la eternidad de los discursos y con los políticos muriéndose de viejos y de profetas de allí, entre la cochambre que ellos mismos han provocado. Zarrías intercambia con Cuba postales y cancioneros de sol y borrachos. Me acuerdo otra vez de aquello de Sabina: “Y el mañana era un niño que mentía, y todos se llamaban Robinsón...”.
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