Sacan este martillo cuando creen que vienen doctores asesinos, vampiros de la izquierda, rojazos con guadaña que disfrutan, de puro malvados, asesinando fetos y viejos. Lo de asignarles la “cultura de la muerte” les coloca a ellos consecuentemente defendiendo la “cultura de la vida”, y a ver quién puede oponerse a la vida así entorchada. Pero su visión es más oscura de lo que parece. La vida y la muerte siempre se han pesado interesada y ambiguamente aquí y en los Cielos. A pesar del “no matarás”, es la Biblia la que condena a muerte por adulterio o por coger ramitas en el Sabath. A pesar del mandamiento (y de la ley terrena), matarse y matar tienen sus categorías, y así el mártir o el homicida pueden pasar fácilmente a la consideración de héroes, cosa que los dioses miran enseguida de otra manera, convirtiendo el castigo en premio. Por los dioses y sus mundanos intereses se ha matado como por ninguna otra causa. Y todavía son en su mayoría piadosos religiosos los que, aquí o en América, defienden la pena de muerte (castigo ejemplar y bíblico, claro). No, ellos no representan “la cultura de la vida” ni los otros “la cultura de la muerte”. Simplemente, hay algunos que reclaman que la vida y la muerte tienen amos, que son Dios, sus ayudantes o sus soldados, y otros que dicen que es el hombre el que dispone de su existencia, y, usando sus luces, puede incluso negar que los líquidos tengan alma y los humanos una deuda que pagar con dolor. No sé quiénes ganarían acarreando muertos o salvados. Pero sé que un Dios que se complaciera en el sufrimiento inútil para demostrar quién manda merecería ser expulsado no del Cielo, donde no hay nadie, sino del corazón.
22 de marzo de 2010
Los días persiguiéndose: Cultura de la muerte (18/03/2010)
Que no respiren por uno las máquinas, que no tenga el hacha de Dios la última palabra, que no nos muramos cagados, que no padezcamos para que sigan contentos los dueños de nuestra vida. En Andalucía se ha aprobado ahora la primera ley autonómica sobre muerte digna, que no es eutanasia ni suicidio, sino sólo que tengan piedad y respeto en los hospitales por el que entrega la cuchara sin querer dejar el cuadro de una crucifixión. Pero, en realidad, no sé si “digna” es la palabra adecuada. El sufrimiento puede ser digno para muchos, y, de hecho, el cristianismo se sustenta en la tortura consentida de su propio Dios. Yo puedo considerar inmoral que el sufrimiento agrade a los dioses y sirva como expiación, pero esto sólo es una opinión. No es cuestión de dignidad, pues, sino de libertad. Hasta hace no mucho, la vida te la podía quitar sin muchas explicaciones el amo, el inquisidor, el rey o el alguacil. Y, con la misma arbitrariedad, por supuesto Dios, que suele llamar a deshora, cuando le falta personal allí arriba o le sobra aquí abajo, según sus cuentas de gobernanta. Lo fundamental es si la vida de uno le pertenece a otro, al señor, al Estado o a Dios. Yo creo que la propia vida no es un permiso ni un préstamo, y por ello no hay mayor acto de libertad que disponer de ella, que es una manera de negar a sus dueños y a los contratos que hemos imaginado con ellos. No hay que llegar a querer matarse por lucidez, como Cioran, para defender la libertad siquiera de pensarlo, aunque sea sólo por espantar a los que nos dicen que no podemos. Pero no, esta ley no va de matarse, sino de decidir hasta dónde está uno dispuesto a seguir viviendo sin ganas o sin tripas. Por eso no quería hablar tanto de esta ley en sí como de un martillo ideológico que suelen sacar algunos cuando rondan estos temas. Es lo que, desde ciertas posiciones normalmente religiosas, vienen en llamar tenebrosamente “cultura de la muerte”.
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