
En Sanlúcar, en la Plaza del Cabildo con palomas suicidas y palmeras ahorcadas en el sol, a Zapatero le pusieron, primero que nada, langostinos, ante los que todos, labriegos y príncipes, parecen que están cosiendo cremalleras. Los políticos saben que tienen que compartir con el pueblo los dioses de la tierra y el bautizo de su vino, y a su vez el pueblo gusta de ver a sus jefes rozándose en la taberna para comprobar que no se alimentan de ambrosía, sino del mismo pan que también cagan ellos. Para hacer política en verano hay que olvidar Delphi, la ETA, las autonomías que aupan sus alcázares, y centrar la estrategia en pringarse los dedos, mojarse el culo, enseñar los pies, que no hay nada que nos haga más humanos. Un presidente gana más votos pareciendo un hamaquero que cantando en el Parlamento arias de apuñalado. Todos lo han hecho porque así dejan las calles alfombradas de igualitarismo y muchos souvenirs para la plebe, que en Bajo de Guía todavía guardan los catavinos con que brindaron Aznar y Blair como gaviotas borrachuzas. Hasta el más tonto pide langostinos, me dijeron en Casa Balbino, donde manejan los camarones igual que tasadores de diamantes. En Sanlúcar, en realidad, los langostinos son ya como una garbanzada y el que sabe de verdad pide galeras, animales un poco egipcios y que hay que comer con cirugía. Los langostinos presidenciales eran como churros del verano, pero a Zapatero le sonaban a ostentación y los retiraron sin que nadie los tocara. El presidente, con camisa blanca, comido por los bañistas, lo que parecía era el heladero de España.
Foto: J.F. Ferrer
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