
He visto las pintadas racistas en la judería cordobesa: un alemán con faltas de ortografía, una estrella de cinco puntas (el signo por el que se reconocían los pitagóricos, el símbolo esotérico que representa nada menos que al ser humano...) que esos crueles imbéciles han confundido con el sello de Salomón, con la estrella de David, que tiene seis. Me resisto a unir la locura nazi con estos nacionalismos del Rh o de la pela, pero ahí está también su Volksgeist, el espíritu del pueblo como destino y, aún más grave, como sometimiento del individuo a una falsa grandeza colectiva y sincrónica. Me resisto por lo que ello significaría, pero a veces encajan espeluznantemente. Sí, los oiremos hablar de los derechos de los pueblos, pero los pueblos son todos mentira, sólo está el individuo en su libertad o en su esclavitud, y lo demás es folclore. El ser humano tiene el tamaño del mundo, aunque lo quieran negar estas pequeñas chozas sentimentales; estas hachas que hacen con la raza, el nacimiento, la historia de sus flautas. Me dan un miedo terrible los nacionalismos, que son la involución humana más peligrosa junto con el fanatismo religioso. Asesinan, exilian, marcan, vetan o glorifican evaluando la sangre, la largura de los apellidos, las opiniones. Ya los conocemos. He oído el insulto de haber nacido en un sitio u otro, he visto puntos de mira en los muros de Córdoba, en sus calles con sombras como juntadas por manos. Y me he estremecido de horror. Algo une siempre a todas las locuras humanas. La estupidez y el odio, quizá.
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