No
digamos que han sido un ejército mercenario de palos y rastrillos. Nada sería
igual sin los sindicatos y sin eso que ahora suena a pregonar colchones con una
furgoneta, la “lucha obrera”, pero que fue una lucha justa por no ser esclavo o
un muerto en el caldero. Cuando hasta los niños comían carbón, el capital creía
emplear ratas, las fábricas masticaban hierros y hombres a la vez, y el patrón
tocaba las teticas de las niñas tejedoras, los sindicalistas se lanzaron a las
llamas por la dignidad del trabajador. Dicen que la primera huelga tuvo lugar
en el antiguo Egipto, una especie de sentada de artesanos libres que no
cobraban. Pero es muy diferente ser una parte segregada de la sociedad condenada
a la subexistencia. Se volaron sombreros de los patronos, se cerraron las
chimeneas con puños y llegaron los derechos. Luego, todo se pudre. También las
nobles banderas terminan en trapos para narices.
Los
sindicalistas, que fueron el vapor del pueblo contra el de la injusticia, ahora
parecen funcionarios de su culo, contadores de parados, cisqueros del poder
político, fogoneros de la calle, curas de clase. Hacen política con el
martillo, son milicias de sus partidos en los tajos y además han engordado hasta
ser ellos mismos gran empresa, con una larga jerarquía de jefes con sillones
rodantes y pelucos de banquero, con negocios, intereses y mercado. Al menos,
los mayoritarios, porque los otros, los que llaman “independientes” (de los
partidos, supongo), son raras asociaciones que aún defienden a los trabajadores
sin que un político les señale qué días o por qué miserias hay que montar o
desmontar la calle, el pueblo y la venerable fragua del obreraje. Los
sindicatos se han olvidado del patrón, ese señor que es otro pringado, y
únicamente hablan con y de las administraciones, enroscados como gatos barbudos
en las piernas de los partidos, de los gobiernos, allí donde saben que está la
tela, sellando pactos, pidiendo subvenciones, vendiendo silencio, alquilando sus
poderes pacificadores. Hasta sus presupuestos hemos visto que dependían del
partido que ganara, como para no tener bandera clara en estas guerras que nos
tocan. Por eso el paro les preocupa según el barrio, por eso las mismas penurias
o injusticias les hacen estallar o esconderse. Por eso, convertidos en un ejército
de pegatinas de sus liberados y mantenidos, son los “funcionarios de la
protesta” que decía Raúl del Pozo, los profesionales de los silbatos, los
colilleros del barullo.
Los
sindicatos que destiznaron caras y vidas de verdad han olvidado al trabajador
real y sólo hablan del trabajador abstracto, como un monumento soviético que justifica
su imperio. Ahora la Justicia olisquea en los amables y lucrativos chiringuitos
que el poder político les concedía en Andalucía y se van viejos sindicalistas de
gorra mojada. Pero ya no volverán los de antes, los de las primeras huelgas y
la primera dignidad. Los que atendían a las chimeneas que quemaban hombres, no
que calentaban culos.
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