Recordar la última nevada en la playa, rara, mágica, no caída de las nubes sino como puesta allí por aves. O recordar aquellos puños de carbón, aquellos ojos esperanzados e ingenuos, puños y ojos de pueblo. ¿Recuerdan? Pedíamos trabajo, dignidad, cultura… Hace más de treinta años, o quizá hace más de un siglo, igual que de aquellos exploradores que se perdían en los polos como en un pedazo de luna. Algo tiene nuestra autonomía de libro sobre la Antártida, con héroes y muertos y ese frío quieto, como un lago fotografiado. Y algo tiene de Titanic moro, rajado por un cristal de agua o tiempo, lujo de la historia demasiado grande para morir pero que se muere, con las estrellas aplaudiendo y pobres que sólo llegan a probar el champán helado del océano. Hace un siglo o más, hace tanto de todo… Éramos niños y veíamos la nieve por primera vez, en una estación o en un sombrero; éramos niños y leíamos historias de marinos o zares ateridos; éramos niños y la gente pedía por las calles lo que seguimos pidiendo hoy, porque nadie nos ha quitado aún ese frío, esa hambre, esa escarcha de los ojos y del corazón.
Nevó el día de Andalucía, vendando dulcemente nuestra tristeza, convirtiendo nuestra miseria en merengue, vistiendo de hada las arboledas y las mentiras. Mentiras de las glorias que no tenemos y de los cisnes de hielo que sólo celebran una traición. Los discursos vanos, los hombres estatua, los recuerdos de soldado y las banderas peinadas como una sacerdotisa caminaban ayer sobre nuestra nieve eterna sin hundirla. Porque esa nieve la tenemos dentro, como sangre parada. Es ese frío que aún no nos ha quitado nadie y que duele como espadas de ángeles. Tenía que nevar el día en que las palabras eran vaho y los políticos, pequeñas ardillas con su astucia.
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