Vienen
los cristos con paraguas, como londinenses salpicados o arrollados por carrozas,
y viene también Rajoy, que yo digo siempre que es el paraguas que se dejó Aznar.
Rajoy descansa otra vez su cabeza en el pubis del Guadalquivir, por el que baja
como un sudor de mujer una edad de bronce de pájaros, morerías, coronas y dolorosas.
El presidente se refugia en una selva húmeda, bajo la hoja goteante del sur,
ahora que nos llueve como si sacudieran esos ángeles con surtidor de las
cornisas y las cantatas. La lluvia condecora a los hombres tristes y hace a los
dioses aún más mendigos. Rajoy es un hombre triste en una época triste, y se ha
resignado a un tenebrismo de iglesia por no desentonar. Los paraguas guardan
dentro la lluvia para después, y Rajoy, ese paraguas de Aznar, parece guardar
todas las desgracias que aún nos esperan, pero que le rebosan como por las
mangas, sin que pueda evitarlo. Rajoy no dice nada y no hace mucho, sólo mira
como una especie de María Magdalena que se hubiera colado en Los puentes de Madison, aquella película
donde llovía para despegar a los amantes de su amor igual que un cartel de
circo de la pared. El presidente ha llegado al sitio perfecto para que su
silencio, su quietismo y su escurrir hagan paisaje en vez de calamidades.
Doñana es una
celda con pan y agua y cielo donde han penado o se han vuelto locos calderonianamente
otros presidentes y otras etapas de nuestra democracia. Rajoy, allí, bajo estrellas
purísimas sin halo y aves que cazan los sonidos lejanos, quizá escuchará la Andalucía
que pasea a sus dioses con capote; los ruidos de tambores y cuerdas, de prendimientos
y monedas, que este año vienen con otros ladrones de verdad, listillos con
gladiolo en el culo que saben que el oro andaluz no se vierte en el pelo de las
tallas barrocas, sino que está en el cajón sin llave del dinero público. Y
quizá Rajoy piense, mientras oye muy lejos trompetas arrojando clavos o
aterciopelando costras, que si no hubiera negado más de tres veces que el PP
manejó dinero negro como todos los que han llegado al poder, si hubiera
encarado con valentía ese calvario y purificado el partido, ahora tendría otra
altura moral ante los sinvergüenzas de agropop
de los ERE.
Todo el dolor
crujiendo, toda la sangre en floreros, todo el hierro en los ojos, toda la
muerte de boda; así está esta Semana Santa hilando sombras con una gran rueca
en cada esquina, así está quizá todo el país con el alma apagada como un farol.
En Doñana surge el cielo como una concha desde las raíces acuáticas del mundo, como
una capilla levantada en los árboles. Rajoy ha venido al sur donde la
naturaleza tiene su peinador, donde mueren los dioses con sus borriquillos y
los pillos palmean carceleras. Estamos acostumbrados a que los dioses callen y la
muerte ruede. Pero un gobernante no se puede permitir eso. Aunque ya se vea
crucificado en su paraguas o ahogado por estrellas y juncos.
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