Umbral llamaba a lo que hizo Felipe
González “socialismo welter”. Más o menos, hablar con gorra y herencia de
obrero mientras usaba las mañas de la derecha para juntar muelas de oro y hacer
crecer el dinero de su propia ambición. La modernidad de González fue darse cuenta,
simplemente, de que en España como en el mundo ya no se podía funcionar dando
de comer guitarras con arañas ni libritos de Mao ni martillos de mármol
teóricos. Él no inventó la socialdemocracia, pero, teniendo en cuenta que el
PSOE no renunció al marxismo como ideología oficial hasta 1979, sí la trajo a
una España que sólo parecía conocer el espadón con crucifijo y el bigote
bolchevique. Hacía falta el dinero, hacía falta Europa, y hacía falta hasta
sentarse sobre cañones como marineros de musical, de ahí la repentina necesidad
de la OTAN como de una novia. Con Solchaga, que parecía más hombre del tiempo
que ministro, se hicieron reconversiones industriales y se inventó el pelotazo
como venerable institución carpetovetónica. A España no la conocía ni la madre
que la parió, ni a cierta izquierda la reconocían sus fundadores barbiespesos, apenas
dioses filisteos. Luego, el socialismo welter fue sustituido por la derecha de
rebequita sin que se moviera el dinero ni cambiaran sus hormigoneras y, por
fin, la crisis se unió con el nuevo socialismo bobo para dejarnos ahora
buscando líderes para el PSOE de esta decadencia noventayochista.
Felipe
González tuvo reflejos y fue capaz de ir renunciando a las siglas bordadas del
PSOE porque España no podía seguir pareciendo la Eurovisón de Massiel pero con
rosa obrera. Luego se equivocó gravemente, pero tuvo visión de Estado, no como sus
sucesores. En lo que a Andalucía respecta, las dos ramificaciones del
socialismo han sido igual de aciagas: el zapaterismo, perfumista y ñoño; y el
chavismo, paralítico y tragantón. Griñán no sé si merece una categoría aparte,
ya que sólo es la radiografía final de nuestra artrosis institucional. Eso sí,
quiere rodearse de juventud, aunque una juventud no de ideas, sino de tipito. Porque
Mario Jiménez y Susana Díaz son rancios de una manera guerrista, chusqueros de
una manera pizarrista y huecos de una manera zapaterista, formando ellos solos
toda una horda apocalíptica. Ya no son ninis, sino canis, que hasta Mario
Jiménez habla como Flaman, incluso en el Parlamento.
Griñán no ha
sido nunca el ateniense que una vez llegué a imaginar, sino un cobarde que vio
un partido podrido y, en vez de intentar regenerarlo y darle con eso una
oportunidad a Andalucía, se acomodó entre las mondas. Sólo le faltó, para
abandonarse definitivamente, constatar que ni siquiera la aceitosa hartura de
Zapatero y su fracaso happy podían
desalojar al PSOE andaluz del poder. Bastaban la víbora de la derecha, el
discurso de las gachas de los pobres, el paternalismo curil, el victimismo arrecido
y una propaganda capaz de conciliar miserias y pináculos. Y aquí, en el peor
socialismo, el del triunfo del fracaso, el que se complace en las mañas y las pocas
luces de matoncillos de recreo; este socialismo mosca en resultados y sumo en
gorduras, rey de harapos y remiendos como en Hamlet; aquí, dice Griñán, cansado de todo excepto de su propia
nada, que “hay mejores candidatos a secretario general que los que suenan”. Deben
de ser candidatos con un puñal tras los que conocemos, o Griñán se ha propuesto
destruir lo que puede quedar de valioso en el PSOE, o simplemente no sabe lo
que dice o dice las cosas según el sonido de mandolina que le devuelven sus
mármoles.
El socialismo
welter de González era un intento de socialdemocracia moderna y ligera en un
país que todavía era una colegiata de antiguas ideologías. Ahora tenemos un
socialismo grogui en el que, encima, una cuarta parte es el andaluz, a la vez
mosca y monstruo. Y Griñán aún sueña con que lideren el partido sus paquetes y
tongos.
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