Vestida un poco de cura, Susana Díaz empezó como por el Génesis, declarándose la primera mujer. Me pareció un recurso barato y petulante pedir la confianza del Parlamento poniéndose ella misma la medalla de la historia y añadiendo a su causa el dolor y la memoria de las víctimas de la violencia machista. Pero me di cuenta de que ya estaba echando mano de repertorio, de la vieja caja de lápices heredada. Ella ya era historia sin hacer nada, como lo es el socialismo andaluz: por acumulación de sucesos triviales o inevitables, por inercia gravitatoria, por mero descascarillamiento del tiempo. El repertorio sabíamos que incluiría confrontación, meneo al espantajo de la derechona, cancionero del género, caricias tibias a los menesterosos, innovaciones apepinadas, autonomismo de serón, algo de herbolario sostenible, guiños a la izquierda de hocino… Pero antes de volverse a montar en el carrusel eterno, tenía que escenificar una purificación. Y digo escenificarla, porque quien no hizo hasta ahora no es creíble que haga desde mañana. ¿Nos tragamos una Cámara de Cuentas con superpoderes sancionadores, cuando antes la han enmendado y enjabonado a capricho? Pero Susana Díaz juró como bajo aquel árbol de Tara, pelado igual que Andalucía, luchar contra la corrupción y la desafección por la política. Tras el crescendo y las transparencias, falsas como las de Hitchcock, ya se vio con legitimidad para volver a la acuarela.
El trabajo escolar de Susana Díaz estaba hecho copiando de muchos amiguitos. Ella misma parecía montada con trozos de Zapatero, Chaves y hasta Chacón, como un monstruo de Frankenstein socialista. Un poco de margaritismo zapateril, otro poco de orgullo chavista por las modernizaciones de Andalucía y por la mayoría social de la izquierda (me imaginé a alguien diciendo que tienen mayoría social para asar una vaca), más un toque de reformismo ambicioso o pomposo a lo Chacón, queriendo arreglar España como un latero. Díaz hablaba de un nuevo modelo económico y uno recordaba aquellas amapolas convertidas en molinillos de viento de la economía sostenible; proponía ententes y consensos y uno se preguntaba dónde acabaron los pactos y repactos que hizo Griñán hace nada; declaraba que iba a luchar contra el paro y parecía que acaban de encontrar el problema, además de la solución, en un cajón de San Telmo, al lado de un bocata rancio. Y luego, sus burbujitas, sus galletitas de la suerte. “Los despachos del Gobierno serán también los pueblos y las calles de Andalucía”, “gente que necesita que se piense en ellos”, “una sociedad cada vez más igualitaria y más justa”… “Modestia para huir de la grandilocuencia y la retórica que tanto nos separan de los ciudadanos, y utopía para huir del conformismo”, tuvo el valor de reclamar después de semejante arcoíris, en un final que parecía de pregón capillita, sonrojante por el tono meapilas. Con más invocaciones, arrumacos y sonajeros que propuestas creíbles y concretas, el discurso fue un mural de sobras, un recortable mordido, un trenecito de gajos. Toda la nada pintarrajeada que nos imaginábamos que podía salir de ese boli de cuatro colores. Lo que más me ilusionó y emocionó fue cuando dijo “aeronáutico”.
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