SANLÚCAR DE BARRAMEDA.- A Sanlúcar se viene a hacer un turismo de mojarse los pies, de ver motillos y puestas de sol con rodajas de limón y cielo, de sentir de lejos la respiración salvaje y como de navazo de Doñana y de hacer sacrificios mágicos ante los animales del mar con sus púas vivas o su carne rosa. Sanlúcar no tiene grandes infraestructuras turísticas, la playa es sólo el último revolcón del río Guadalquivir, existen pocos hoteles, no hay puerto deportivo ni esos spas que quieren parecer un Guggenheim, y aquel complejo con campo de golf del príncipe Hohenlohe, bautizado pomposamente como Sanlúcar Club de Campo, y que un día los lugareños creyeron que iba convertir al pueblo en otra Marbella, atrayendo a jeques y a piscineros, es sólo un cementerio de topillos y una siesta de agrimensores. Pero a pesar de esto, Sanlúcar sigue teniendo el encanto de lo puro, como una última sombra en esa costa andaluza castigada por el urbanismo hormigonero y las feas griferías de lo hortera.
Agosto aún abarrota Sanlúcar, sus plazas del tapeo, su playa estrecha y familiar llena de gente despeinada y acarreadora, de forasteros chanquleteros despaciosos como galápagos con barriga. Encontrar la crisis económica en el verano de Sanlúcar quizá tiene inconveniente de que aquí lo mejor y lo que más se busca es gratis o barato: el aire salado, ese olor como a ortiga mojada de la noche, el silencio abodegado que te acoge, el sol como un gran capacho que se vuelca arriba, el vino turbio y fuerte de las tascas, el aliño pobre de unas papas. No hay regatas, ni polo, ni helicópteros, ni ese verano que se hace en otros lugares amontonando el dinero y las castas sobre la cristalería de ellos mismos. La única afectación es la de sus famosas carreras de caballos, evento entre pijo y heladero que aunque monte en la arena una pequeña cañada de exclusivismo y paripé, no termina de convertir a Sanlúcar en casino, en palacio o en embajada. Claro que existe lo caro, pero aun lo caro es natural y honesto, un pescado que brilla de vivo, un marisco que también quiere comerte, la mesa dispuesta como una misa.
Es tarde de carreras en Sanlúcar y en la playa la gente sigue el oleaje de los caballos, que con la velocidad parecen hechos de guijarros. El paseo marítimo se diría que ha sido bombardeado, lo están construyendo o remodelando y las obras dejan alambradas, trincheras, traspiés. Es como el escenario pobre para este año pobre. La gente se dedica a estar miradiza, cosa que no cuesta dinero, y en los chiringuitos hay familias enteras alrededor de una fanta. Otros sacan sus fiambreras con desenvoltura. La crisis sabe a pimiento frito, o es que quizá la arena y el sol mojados saben a comida, antes de llegar a Bajo de Guía, capilla de pescadores, desconchadero de blancos y azules, bandeja que trajo el mar en sus pinzas.
Aún es temprano y el sol poniéndose pega a los camareros contra la pared de los restaurantes, esperando a la clientela, que llegará sobre todo cuando terminen las carreras. De momento, cervezas con aceitunas, ensaladas y pescaíto frito, pocos langostinos y gambas que cuando salen parecen sacados para una foto. Se nota quién va a pedir marisco por el peinado y los politos. Es cierto, en Sanlúcar se conserva cierta ortodoxia del pijerío de medio rango que incluye ropa fluoresecente, flequillo velero, moreno de galleta y una manera especial de pronunciar las eses y de pelar los langostinos como bajándoles la cremallera. Pero en el restaurante Mirador de Doñana, que es como el camerino de popa de un almirante, y donde guardan igual que si fueran clavos de Cristo los catavinos con los que brindaron aquella vez Aznar y Blair por la paz en el Ulster, los hermanos Lazareno admiten la crisis con un grave asentimiento. “Cuando llueve, todos nos mojamos –dicen-. Aunque tengamos trabajo, la crisis se ha notado desde junio. Tenemos clientes pero con un poquito menos de dinero. No es la cantidad de personas que vienen, porque Sanlúcar está abarrotado en agosto, pero se nota económicamente, la gente tiene menos dinero o por lo menos miedo a lo que pueda pasar mañana y por eso se retrae. Cuando al final del día se mira la caja, se nota”. También en el vecino Avante Claro, donde los bogavantes están como indultados en su acuario, opinan lo mismo: “Hay gente, más o menos igual que el año pasado – cuenta Manuel Rodríguez---, pero en vez de pedirte bogavantes, langostinos, cigalas, pues piden pescaíto frito o un arrocito para todos. Están más cortitos”. Sólo Paco Bigote, escoltado en su salón por tremendos bichos azules, como de un mar prehistórico, asegura no notar la crisis: “Normal, como otros años. Al menos, lo que es agosto. Cuando llegue septiembre, que ya se tiene que bandear uno con las comidas de empresa y eso, a lo mejor cambia la cosa”. Desde luego, allí el teléfono no deja de sonar, la gente solicita reservas exhibiendo a veces, de manera un poco ridícula, pedigrí, relaciones, amistades; pero no hay mesa hasta dentro de cinco días. Un cliente que entra apunta, con maldad o suficiencia, que seguramente a los que van a Bigote la crisis les da igual.
La crisis no espanta a la clientela de Bajo de Guía, aunque este verano se alimente un poco más del viento, como dicen por aquí que hacen los camaleones. Bajo de Guía es un lugar de peregrinación y su religión sobrevive al bajón de la economía como un palafito a las mareas. Pero tampoco se vacía la Plaza del Cabildo, que en agosto es como un árbol de Navidad trasplantado a esta época, corros de gente, luz de vino y campanas, rojos de un dulce salado en las terrazas. Ni una mesa libre en Balbino, en La Barbiana, en la Taberna Juan o en La Gitana. Y sin embargo, hay algo diferente este año: “A la gente les ofreces langostinos y te dicen 'no, langostinos no, que tengo en mi casa' –cuenta un camarero--. O te dicen 'no, hijo, no tenemos hambre, unas papitas aliñás nada más que luego vamos a ir a cenar', pero después te están pidiendo todo el tiempo más pan y picos. A mí me han llegado a preguntar cuántos trocitos entran en una tapa de chicharrones, que eso nunca me lo habían preguntado”. “Fíjate la cantidad de gente que está sólo dando vueltecitas, --señala otro trabajador de un bar de copas de la Plaza del Cabildo--, que se sientan con la familia en los bancos a comer pipas o una tarrinita de helado y ahí se quedan”. Alguien comenta, divertido, que el kiosquero de la Plaza del Cabildo ha llegado a confesar que no ha vendido más pipas en su vida. Éste es, sin duda, su verano.
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