Me dan tristeza las bodas, en las que los novios han caído como en una trampa para pájaros; me dan tristeza los funerales donde uno también se imagina cadáver y floreado y la muerte parece unos zapatos que te apretarán para siempre; me da tristeza el verano entero como si contemplara a un mendigo desnudo. Cayetana se casaba o no, ducados o enfermerías iban a juntar sus camas y palanganas, y era una noticia falsa o de verdad aguada, como suele ocurrir en esta época, que llegaba entre el adunamiento de muertos, desgracias y escaseces a poner su propio sombrerito en el morbo. Pero al fin y al cabo, se trata de que los dioses bajen a levantar velos y a tocar frentes, para llevar a una eternidad de caoba tanto a un matrimonio como a un despeñado. La aristocracia se casa con más ángeles y cofres, igual que se muere con más habitaciones y mirillas. Los ricos pasan de otra manera por todo, como con estela. Los muertos, quizá también. De ahí que nos entretengan tanto entre ambos, los ricos con planes de boda, timón en el pecho o novia tetera; los muertos con vértigo, pena y misterio.
Las bodas y los funerales huelen igual a flor y a pañuelo. Tienen el mismo público, el mismo chófer y el mismo fondo de armario. Alivian un poco también, de no morirse o casarse uno, y distraen de los propios achaques, desgracias, carencias o tipitos para que nos fijemos en los de los demás. Bodas y funerales, con estas campanadas se nos llena el verano, en el que parece que sólo son los otros los que se entierran o se encadenan. Pasan más cosas, pero no van de gala ni en coches de nácar. La crisis de la economía, la otra crisis de la decencia en política, aún no constituyen espectáculos comparables para el pueblo ventanero. Cayetana se casa o no, los cementerios caen del cielo a pedazos y ni los serafines ni los mirones saben a qué atender. Los únicos que se las arreglan para estar siempre en su propia boda y en los funerales ajenos son los políticos.
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