
José Tomás no desentona con este verano de suicidas ni con esta cultura nuestra de la muerte como una madre. No voy a hablar de toreo, porque no sé, aunque pienso que para ver en la tauromaquia la carnicería sádica que dicen los ecologistas margaritos hay que ser un zoquete. Allí están el tótem, la caverna iniciática y el dragón por vencer (uno mismo). Que sea o no arte, en eso no entro. No voy a los toros como no voy a las carreras de caballos: esa estética de lo quieto o de lo veloz no me compensa ante el circo de pamplineo y rancidumbre, de castas y escalinatas, con que se rodean. No, no voy a hablar de toros, pero José Tomás tiene la silueta y la vocación de todos los dioses hispánicos, del cristianismo de pies ensangrentados y huesos quebrados, aunque él no es beato, no se amortaja en las capillas ni se mete estampitas en el paquete. Enamorarse de la muerte como de la más morena de todas las mujeres es la vanidad de estos dioses con postillas y José Tomás se bebe su cáliz y sale un poco yacente a los ruedos, a fundar de nuevo esa patria de sufridores en la que se reconoce cierta España más flagelante que heroica. José Tomás se está haciendo un dios como sabe que hay que hacerlo por aquí, y eso no es locura sino tradición. Sobre heridas gloriosas, sangre macerada, sacrificios orgullosos y martirologios de la historia se han levantado imperios, iglesias, nacionalismos, políticas, líderes, camelos. Andalucía misma es la larguísima postración de un doliente o un descabalgado, y ha terminado seducida por su desgracia y sus cicatrices hasta el punto de definirse en ellas. Se llama síndrome de Münchhausen a esa enfermedad que empuja a inventarse o provocarse dolencias para obtener atención o cariño. Seres todopoderosos, santos torturados, artistas hacedores de silencios y hasta pueblos colgados por su ingle quizá cayeron en eso. Los dioses hispánicos tienen que supurar o morir para serlo. Pero yo afirmo que es inmoral construir la existencia sobre el sufrimiento. Ni la eternidad lo merece.
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