4 de diciembre de 2008

Los días persiguiéndose: Constitución (4/11/2008)

La Constitución apareció un día en los buzones o la trajeron los panaderos, porque olía un poco a horno y a cosa que hicieron por la noche unos hombres desvelados. Recuerdo aquel librito que los mayores manejaban como la correspondencia de una embajada, entre lo solemne y lo extranjero. Con ocho años, a mí aquello me sonaba como si nos fueran a cambiar de idioma o de país, y es verdad que algo de ambiente de mudanza parecía instalarse en las casas y en las conversaciones, a su alrededor. De repente había que decidir si nos quedábamos con aquel libro o no, y se diría que con eso iba además todo nuestro equipaje. Hace ya 30 años y aún conservo aquel ejemplar de la Constitución que ha adquirido un aspecto de hojaldre, de biblia o de antigua alianza. Me doy cuenta de que sobre este poema de juventud de nuestra democracia se han fundado libertades y se han cagado las palomas, se ha civilizado España y se han hecho empresas los partidos, se han muerto de viejos los espadones y se han multiplicado las banderas, se ha llegado a Europa y se ha asesinado a Montesquieu. No soy de los que le rezan a la Constitución rodeados de las trenzas de sus milagros, como en la capilla de una folclórica. La Constitución de 1978 fue un pacto entre los demócratas posibilistas y un franquismo que aceptó la conversión a cambio de que no le movieran demasiado las sillas. Este pacto, seguramente la única solución que podía evitar otra tragedia, nos ha dado estabilidad y paz, pero aún le otorga a nuestra joven democracia mucho de tibieza y de cosa a medio cocinar. El guerracivilismo que sigue perviviendo es una penosa prueba de nuestra inmadurez democrática y de que la Santa Transición sólo inauguró un camino, no nos puso ya la casa.

La Constitución va teniendo ya edad de madre o de Cristo, la edad en que quizá corre el peligro de apergaminarse o bien en que se le ofrece la oportunidad de llegar a otras cimas. ¿Hay algo en que haya fracasado esta Constitución? Pues yo diría que sí. Por ejemplo, el modelo de las autonomías ha terminado en un embrollado puzzle de intereses, egoísmos, rebañamientos, prorrateos; un baile de competencias, desequilibrios, privilegios (increíbles fueros medievales incluidos) donde el Estado central tiene papeles confusos, cambiantes y a menudo contradictorios. Todo esto, claro, aparte de haber contribuido a la creación de castas locales de desmedido poder y a la redundancia de las burocracias. Y ni aun así ha podido apaciguar a los nacionalismos. ¿Podría un Estado federal (verdadero, nada de “asimetrías”) ser mejor solución? Seguramente. No sé por qué debería espantar eso, como tampoco la idea de desprendernos de la superstición monárquica. La Constitución también ha fallado a la hora de definir sin equívocos la separación de poderes, lo que nos ha llevado al obsceno control político de la Justicia. Igualmente, olvida la laicidad auténtica sustituyéndola por una ambigua aconfesionalidad, de manera que todavía la Iglesia Católica puede esgrimir la Carta Magna para pedir un trato de favor. Y así podríamos seguir.

La Constitución, digna sin duda de homenaje, cumple 30 años y quizá empieza a estar vieja o sobrepasada. No hagamos de ella libro sagrado, verdad revelada, último escalón de nada. Puede que no sea todavía el momento, pero se va viendo que necesita un retoque. O incluso más: una nueva osadía, otra época fundante y esperanzadora, como aquélla en que ese pequeño libro llegó a mi casa, como un pájaro recién nacido, no para terminar, sino para empezar la Democracia.

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