La Constitución va teniendo ya edad de madre o de Cristo, la edad en que quizá corre el peligro de apergaminarse o bien en que se le ofrece la oportunidad de llegar a otras cimas. ¿Hay algo en que haya fracasado esta Constitución? Pues yo diría que sí. Por ejemplo, el modelo de las autonomías ha terminado en un embrollado puzzle de intereses, egoísmos, rebañamientos, prorrateos; un baile de competencias, desequilibrios, privilegios (increíbles fueros medievales incluidos) donde el Estado central tiene papeles confusos, cambiantes y a menudo contradictorios. Todo esto, claro, aparte de haber contribuido a la creación de castas locales de desmedido poder y a la redundancia de las burocracias. Y ni aun así ha podido apaciguar a los nacionalismos. ¿Podría un Estado federal (verdadero, nada de “asimetrías”) ser mejor solución? Seguramente. No sé por qué debería espantar eso, como tampoco la idea de desprendernos de la superstición monárquica. La Constitución también ha fallado a la hora de definir sin equívocos la separación de poderes, lo que nos ha llevado al obsceno control político de la Justicia. Igualmente, olvida la laicidad auténtica sustituyéndola por una ambigua aconfesionalidad, de manera que todavía la Iglesia Católica puede esgrimir la Carta Magna para pedir un trato de favor. Y así podríamos seguir.
La Constitución, digna sin duda de homenaje, cumple 30 años y quizá empieza a estar vieja o sobrepasada. No hagamos de ella libro sagrado, verdad revelada, último escalón de nada. Puede que no sea todavía el momento, pero se va viendo que necesita un retoque. O incluso más: una nueva osadía, otra época fundante y esperanzadora, como aquélla en que ese pequeño libro llegó a mi casa, como un pájaro recién nacido, no para terminar, sino para empezar la Democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario