San Telmo, Xanadú de la Junta, cámara de faraones, vestidor luisino, fachada enjoyada que oculta esta Andalucía de moscas, casona de estos gobernantes que no caben en sí mismos. Todos los millones no les dan para comprarse suficientes espejos, todas las escalinatas son pocas para sus colas de plumas. San Telmo, basílica del poder, orinal de oro, cartón de su gloria, carroza de funcionarios para la ópera que montan con esta tierra. He pasado por un San Telmo como arrasado por la ambición y la egolatría y me ha parecido la misma Andalucía sostenida por leves ganchos, descuajada de su peso y su corazón, sustituida por el cortinaje y sus porteros. Muchos millones de arena, mucho dinero pintado dando un resol de ruina imperial, una podredumbre melancólica como la que conmemoran las estatuas ya abandonadas u olvidadas por aquel día de su lejana victoria. Y me doy cuenta de que tantos millones no rellenan nada, no levantan nada sino guaridas de comilones, tapias y laberintos vegetales contra la realidad y una sombra que estorba indecentemente a la luz. San Telmo se lleva la bolsa de los pobres, las viudas y los enfermos; San Telmo crece en el aire robado a otros, a todos nosotros; San Telmo le hace al poder una hoguera de monedas petrificada. En los palacios, donde hombres tristes y codiciosos, tapados por el lujo, la mentira y los ángeles comprados, viven y mueren en la miseria de sus muchas camas; en los palacios, con el cielo falso de la vanidad y sus lámparas, ya ni si quiera se acurruca la historia, ya no puede ocurrir nada grandioso, ni aun decente. Sí, han perdido la historia y sólo les queda la fiesta de su retrato con mastines, en la que se afanan ahora con dinero público. Estos políticos nos dejarán en herencia pobreza, el recuerdo de su desfachatez y autocomplacencia, y la vista de un palacio donde habitan sus ecos moribundos, su opulencia devastada, la música obscena de sus bandejas y risotadas.
1 de diciembre de 2008
Los días persiguiéndose: San Telmo (21/11/2008)
En los palacios se perdían los hombres y se depositaba la historia. La palabra palacio proviene del nombre del Monte Palatino, la más antigua de las colinas de Roma, donde quisieron vivir sus emperadores porque allí, con un arado según cuenta la leyenda de Rómulo y Remo, se delimitó la primera Roma quadrata. Los palacios aquí han sido una extensión de la respiración de los castillos, de los tocadores de los reyes, de las capillas putrefactas de la aristocracia. Hubo un tiempo en que la historia sucedía bailando en ellos, meándose en sus fuentes o tomándolos las revoluciones. Luego fueron museos, féretros, floreros, cajitas de música, almacenes de relojes. Nada, ni los hombres ni los gobiernos ni el dinero han vuelto a tener nunca ya el tamaño de los palacios. El burgo, la modernidad, se fueron haciendo lejos de ellos, en los muelles, entre lonas, en las bancas de los cambistas (origen también de la palabra banco) donde el dinero tenía olor de pescado, no de estirpe ni de peluca. Al dinero, como a la democracia, le basta una barraca para empezar. Nuestras ciudades han quedado con palacios como broches de capas que ya no se llevan, pero los hombres o las instituciones que aún aspiran a palacios están condenados a la soledad o al veneno, a la decadencia o a los fantasmas, a la locura de los reyes o de los cuadros con ojos que se mueven.
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